
Para Donde Oscila el Péndulo
Por décadas, dos presidentes con el mismo apellido han marcado la discusión sobre el gasto público y la deuda en México. José López Portillo, en los años setenta, quiso “administrar la abundancia” y terminó arrastrando al país a una crisis histórica. Andrés Manuel López Obrador, cuarenta años después, prefirió amarrarse el cinturón, pero a costa de dejar sin aire a sectores enteros mientras concentraba recursos en sus obras favoritas.
López Portillo: del festín al desplome
El sexenio de José López Portillo (1976-1982) fue una fiesta de gasto e inversión. Con el petróleo como boleto de entrada, su gobierno disparó la obra pública y multiplicó el gasto social. El problema es que la fiesta se financió con crédito externo, bajo la ingenua idea de que los altos precios del crudo serían eternos.
Cuando el mercado petrolero colapsó, México quedó desnudo: la deuda se volvió impagable, el peso se desplomó, y el mismo presidente que prometió defender al peso “como un perro” terminó expropiando la banca y legando una década perdida. Su administración es recordada como el símbolo del populismo que gasta sin calcular la resaca.
Sin embargo, hay que resaltar que la infraestructura petrolera en la cuál invierte México en este endeudamiento, permitió al país subsistir en los años posteriores debido a la situación petrolera mundial que privó en las décadas de 1980 al 2010.
López Obrador: la austeridad de un solo carril
Andrés Manuel López Obrador, en cambio, presume de haber sido un presidente distinto: no contrató deuda desbordada y mantuvo relativamente estables las finanzas públicas. Pero detrás del discurso de “austeridad republicana” se esconde un modelo rígido y selectivo.
AMLO cerró la llave a muchas áreas —salud, ciencia, cultura, gobiernos estatales— para concentrar recursos en tres megaproyectos: la refinería de Dos Bocas, el Tren Maya y el Aeropuerto Felipe Ángeles. Obras cuestionadas por su viabilidad económica, pero defendidas como emblemas políticos.
Su disciplina fiscal durante la pandemia se tradujo en estabilidad macroeconómica, sí, pero también en hospitales colapsados, apoyos sociales a costa de la deuda y un rezago de inversión en infraestructura básica que hasta hoy deja consecuencias, debido a que las obras en dónde se invirtió no tendrán un impacto en el crecimiento económico, no darán alternativas fiscales para los próximos gobiernos.
Dos espejos, un mismo dilema
El contraste es brutal: López Portillo gastó sin freno y hipotecó el futuro; López Obrador gastó con freno, pero en proyectos de dudosa rentabilidad. Uno quemó al país en una borrachera petrolera; el otro lo sometió a dieta forzada, con el riesgo de haber invertido en elefantes blancos.
La lección es amarga: México sigue atrapado entre dos extremos. El despilfarro irresponsable de los setenta y la austeridad sesgada de la actualidad. Y mientras los dos López se miran en el espejo de la historia, la pregunta incómoda persiste: ¿quién pagará la factura de sus decisiones, hoy que el país exige crecimiento real y no solo relatos épicos de abundancia o de “austeridad republicana”?.
Al séptimo año, López Portillo lloraba en cadena nacional, pidiendo perdón por no haber podido “administrar la abundancia”, tras dejar un país quebrado y con la banca nacionalizada.
Al séptimo año, López Obrador no llora, presume estabilidad y finanzas sanas, pero entrega un México con hospitales vacíos, trenes a medio terminar y una deuda que, aunque controlada, está amarrada a proyectos de rentabilidad incierta con el riesgo de que en el tiempo su legado se evapore por la falta de crecimiento económico.
Dos finales distintos, pero con un mismo sabor amargo: ninguno logró darle a México la inversión pública que sembrara desarrollo sostenido más allá de su sexenio.